Alianza Lima fue empujado por 28 mil hinchas en Matute y venció 2-1 a José Gálvez


Unión es nuevamente sinónimo de Alianza y se debería escribir sin ‘u’. Por primera vez en el año, no hubo una urna electoral dividiendo Matute, tampoco un cordón policial partiendo el corazón de esa tribuna Sur palpitante, ni un equipo fragmentado por sus temores. Alianza volvió a ser ese místico concepto. Un pueblo. Un sentimiento. Si no bastaba con 11, era necesario ser 12 o 28 mil, y empujar todos hacia arriba. Esa fue la voluntad del pueblo. Esa fue la voluntad de Dios.

Y puede resultar paradójico, pero Alianza ante José Gálvez no peleaba por el descenso. Nada de eso. En realidad, lo hacía por su ascenso, por demostrarse a sí mismo que el haberse acercado temerariamente a la Segunda era tan sólo un accidente de la desunión, un capricho del infortunio. La derrota de Aurich en Cusco permitió salir a la cancha con la tensión desinflada, a respirar esa fe de un estadio en ebullición. ¿Si la hinchada había despertado, por qué el equipo no podía?

No importaba si Franco o Claux aspiraran a un sillón y una banda. Ni que Páez necesitara o no a “Chalaca” en el banco. No importaba si el equipo jugara mal o bien. Total, ¿qué significa Alianza? Juntos todos por un mismo fin: Ganar. Y Carlitos Fernández quería ganar. Le pegó con el deseo de ganar, con las ansias desbocadas de ganar, anotando ese primer gol apenas a los 8’ como corolario de un inicio sentimental. Muchas voces; un sólo grito. Muchas ideas; un sólo sentimiento. Eso es Alianza.

Sin embargo, la convicciones del corazón no pueden ocultar las deficiencias de la razón. En cada intento de Claudio Velásquez, el cuadro chimbotano descubría las taras de un equipo fortalecido mentalmente, pero aún quebradizo en su estructura futbolística. A los 32’ y 34’ del primer tiempo, “Karioko” desnudó la horrenda lentitud de Arakaki y Martínez en el fondo y comprobó que Libman nunca debió dejar de ser el arquero titular. La entrega de los blanquiazules no era proporcional a su orden.

Por momentos, asomaba el rostro más incierto del equipo de Páez, como en las últimas derrotas en Matute. Cruzado a los 12’ del complemento se perdía el empate ante el pasmo de Libman. Dos minutos después, un arrebato de genialidad de “Wally” Sánchez (ingresó reemplazando a Ricardo Páez) permitía el segundo gol, esta vez de Aguirre. Parecía una historia con un final previsiblemente feliz, hasta que Velásquez descontó con una parábola a los 24’, después de una descoordinación en el fondo íntimo.

Gonzáles Vigil, con esa abnegación conmovedora de Chuck Norris en medio de la guerra, estuvo a punto de anotar ese tercer gol concluyente. Primero al palo. Luego afuera por centímetros. Nadie había dicho que sería fácil para el equipo de Páez. Ni con 11, ni con 12, ni con 28 mil. En ese último minuto angustiante, cuando el arquero Muro fue en busca de ese tiro de esquina, Libman puso la mano por todos. En la unidad del sentimiento, Alianza volvió a ser la esencia de su nombre.

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